Hoy hace un año, el viernes 13 de marzo de 2020, dejé la oficina, bueno, mi puesto de trabajo en una oficina de nueve metros cuadrados donde trabajamos cuatro personas, en la Casa de la Creatividad, en Uniminuto. Salí a las tres de la tarde pensando en las medidas que se habían tomado para prevenir el contagio del Covid 19, pandemia que había hecho inminente su llegada al país, cuyas imágenes de su impacto en Wuhan, China, y en algunos países de Europa, como Italia y España habían alarmado al mundo.
Ese mismo día se empezaban a aplicar las medidas de seguridad en la universidad, la sede se cerró a las cinco de la tarde, como una especie de vaticinio Garcíalorquiano, nuestro programa de radio, de las cinco de la tarde, se suspendió, la programación en vivo prevista para ese horario en adelante se había cancelado. A la Casa de la Creatividad sólo iríamos por turnos una tercera parte del personal, y el horario de atención programado cotidianamente de siete de la mañana a nueve de la noche se reducía de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Había un extraño sopor en el ambiente social. Lo que nunca imaginé ese día, es que un años después, no habría podido regresar todavía a mi lugar de trabajo.
Al llegar a casa recibí una nueva comunicación. Las directivas de Uniminuto habían decidido cerrar la Universidad, las clases de la semana siguiente se debían hacer virtualmente. Mis estudiantes de Javeriana, universidad con la que trabajo en la modalidad de Hora Cátedra, me preguntaban en redes sobre nuestra clase del lunes a las siete de la mañana, preocupados porque todas las universidades estaban cerrando y nosotros tuviéramos un encuentro presencial, el virus ya estaba entre nosotros, por lo menos mentalmente, el miedo se empezaba a apoderar de la ciudad. La respuesta de las directivas de Javeriana no se hizo esperar, se suspendieron clases hasta nuevo aviso.
A partir se ese momento todo empezó a cambiar de manera radical, colegios y universidades cerraron sus puertas. Empezó la era de las clases remotas, yo pude hacerlo sin mayor dificultad, en mi caso, los cursos los tenía articulados a grupos de Facebook y trabajaba contenidos en diferentes entornos digitales como Drive Google y Wix, así que programé clase en Meet, para seguir en el entorno de Google donde estábamos conectados institucionalmente profesores y estudiantes para los procesos académicos. Esa primera clase tuvo un aire de desconcierto total, aún así, desarrollamos nuestra sesión sin mayor inconveniente, pero con la extraña sensación que daba no estar en el salón de clase, sino conectados a través de las pantallas del computador o del celular.
El fin de semana siguiente, la Alcaldía Mayor de Bogotá decretó un simulacro de aislamiento vital preventivo desde el jueves 19 de septiembre a las 11:59 de la noche, hasta las 11:59 del lunes 23 de marzo, que era festivo, por primera vez en su historia, la ciudad se cerraba completamente durante un puente, no hubo alamacenes, restaurantes, ni cines, mucho menos bares. Sólo tenían autorización de abrir las tiendas y comercios de primera necesidad, venta de alimentos y farmacias con drogas para la salud. Este simulacro se conectó con la emergencia sanitaria decretada por el gobierno nacional, y con los decretos de aislamiento que lo acompañaron, de ser un simulacro, el aislamiento preventivo pasó a ser una realidad, y así pasaron, de catorce días en catorce días, los primeros cuatro meses de pandemia en el país.
Después de cerrar una semana, las clases en Javeriana también se retomaron de manera remota, se adaptaron las plataformas de Teams, ya que el entorno académico institucional estaba ligado a Outlook, junto con el ambiente de aprendizaje Blackboard Learn que también hizo parte de los espacios trabajados por los profesores. En menos de un mes, el mundo se volvió conexión virtual, Zoom, Meet, Teams, Blackboard y otras menos reconocidas se hicieron parte del ambiente cotidiano. Iniciaron los procesos de capacitación virtual para el uso de estas plataformas, la pelea entre Integrados y Apocalípticos perdió sentido, quienes denigraban de las tecnologías no tuvieron más remedio que aprender a manejarlas o desconectarse definitivamente. Algunos recurrieron al correo electrónico y a las llamadas en celular, quedando completamente rezagados de lo que empezaba a vivir una sociedad hiperconectada a la fuerza.
Surgieron todo tipo de ideas conspirativas, desde las que iban de un complot de la China contra occidente, hasta las ideas de un complot del capitalismo para reactivarse en medio de su crisis inminente, pasando por la maquinación planeada por la banca mundial para generar nuevos dividendos a través de la pandemia. Las iglesias empezaron a ver el castigo de Dios por los pecados de un mundo desbordado, también se habló de la venganza de la naturaleza contra la especie humana por los desafueros con los que estaba destruyendo el planeta.
Aparecieron las estadísticas de la pandemia, los noticieros empezaron a contar el número de contagios, los pacientes ingresados en las UCIS y los primeros fallecimientos, las diferentes administraciones gubernamentales iniciaron la compra de respiradores, pruebas de laboratorio para detectar el virus, era necesario ampliar la capacidad de atención hospitalaria; en Bogotá la sede de Corferias se convirtió en un hospital alterno que no tuvo que usarse, afortunadamente.
Las consecuencias del aislamiento no tardaron en reflejar la crisis económica. En las calles desoladas se cerraron muchos locales y en las empresas puestos de trabajo. Oficinas y locales desocupados con avisos de “SE VENDE” o “SE ARRIENDA” inundaron la ciudad. Los trapos rojos en los barrios populares empezaron a aparecer masivamente, la lucha contra la pandemia tuvo un nuevo oponente, el desempleo y al hambre, la gente tenía que sobrevivir, y si el virus no la mataba el hambre sí lo iba a hacer. Los subsidios no daban abasto y cada vez era mayor la alarma.
En medio de esas noticias azarosas, de los animales silvestres que caminaban por las calles de las ciudades, de las estadísticas y del temor, surgió una “nueva normalidad”, los hogares se convirtieron en oficinas, salón de clase, salas de juntas, academias de baile, gimnasios deportivos y todos los escenarios que pudiéramos imaginar.
Las jornadas de trabajo se mezclaron con la cocina para la preparación de desayunos, almuerzos y comidas, y se combinaron con la escoba, el trapero y demás utensilios de aseo. Así que el final de la jornada lo marcaba el agotamiento total.
Yo me negué a relegarme a una pantalla, por lo menos tan pequeña como la del computador, así que instalé en el estudio el televisor de 45 pulgadas que tenía en la sala, conecté una webcam y armé mi salón virtual de una manera que me permitiera sentir cómodo, en la pantalla del televisor veía a mis estudiantes y los materiales de trabajo en la del computador, y aunque algunos tenían problemas de conexión, la mayoría conectaban sus cámaras, al menos en los momentos de participación, siento que he sabido sobrellevar la situación, pero no dejo de extrañas la presencia física de mis estudiantes.
Saqué un antiguo overol enterizo de piloto que tenía guardado para salir del apartamento; aparté unas botas y una chaqueta y los convertí en mi traje de protección contra el coronavirus. Cuando llegaba de la calle después del mercado o la compra del día, lo llenaba de alcohol y lo colgaba en un perchero tapado con una talega plástica, también bañada en alcohol, así surgió el “coronaperchero”.
Hoy, un año después, hemos tenido dos picos y muchas muertes, nos hemos relajado y vuelto a tensionar, hemos tenido encierros paulatinos, hemos vuelto a restaurantes y a nuevos encuentros de trabajo con todas las medidas de seguridad, hemos pasado de la escasez de tapabocas, alcohol y gel antibacterial, a una sobre oferta, con tapabocas elegantes y a la moda, y por fin hemos empezado a recibir la llegada de las vacunas, aunque a cuentagotas. En medio de la amenaza de un tercer pico en Bogotá y la incertidumbre del inicio de la vacunación masiva, no hallamos la hora de volver a salir a la calle y al encuentro con los amigos y familiares.
Muchos se han quedado en el camino, aunque para quienes insisten en alimentar las teorías conspirativas y la farsa de las institucionas públicas, las muertes no han sido suficientes. Seguramente se nos va otro año en esta situación, con salidas cada vez más amplias, hasta que volvamos a una nueva normalidad, no a la de antes de la pandemia, porque indudablemente muchas cosas llegaron para quedarse, pero lo único que jamás podremos cambiar, es la sonrisa cercana de una cara amiga y el abrazo sincero que ha llenado los instantes de nuestra vida, espero que el próximo 13 de marzo, el del 2022, sea un domingo tranquilo, de descanso después de una semana de trabajo en nuestras oficinas, en los salones de clase, en las cabinas de radio, en los lugares que nos corresponda, que hayamos tenido un fin de semana de reunión familiar, de cine, o porque no, que estemos viviendo el guayabo, después de una noche de baile y discoteca.